Sombras en El Prado: una mirada a Goya y sus pinturas negras
Por Claudia Carvajal
Entrar a las salas del Museo del Prado con el nombre de Goya en mente es saberse a punto de habitar una frontera: entre luz y sombra, entre razón e instinto, entre historia y delirio.
En está ocasión, voy a centrarme en tres obras de Goya. tres de sus obras más inquietantes: Saturno devorando a su hijo, La romería de San Isidro y Dos viejos comiendo sopa. Tres escenas, tres umbrales.
En está ocasión, voy a centrarme en tres obras de Goya. tres de sus obras más inquietantes: Saturno devorando a su hijo, La romería de San Isidro y Dos viejos comiendo sopa. Tres escenas, tres umbrales.
Saturno devorando a su hijo
Ubicada en una sala distinta de las otras pinturas negras — La pintura atrapa con su violencia. Saturno, de mirada desorbitada, se inclina sobre el torso mutilado de su hijo, que apenas conserva humanidad. Goya no pintó la mitología. Pinta el acto. Saturno no es ya una figura mitológica, sino un espejo deformado del poder que destruye lo que crea. Las manos están manchadas, la boca abierta, los ojos en trance. Es una escena sin contexto, pero definitiva.
Francisco de Goya las pintó entre 1819 y 1823, en las paredes de su propia casa, la Quinta del Sordo. No eran obras para mostrar. Eran gestos privados, murales ejecutados al temple graso y óleo sobre yeso seco, cuando se trasladaron al lienzo tras la muerte del artista. Frente a ella, cuesta quedarse viéndola. La pintura no explica. Expone. Y lo que expone, duele, desgarra y algo en nosotros también se siente devorado.
Es por esta razón que volví otro día al museo, para analizarla y me enfoqué en la pintura, no en lo que hacía sentir.

Dos viejos comiendo sopa
Muy cerca de La romería de San Isidro, esta obra es aún más contenida, pero no menos inquietante. Dos figuras ancianas —una, más fantasmal que humana; la otra, casi cadavérica— comparten un cuenco. La escena es mínima, pero cargada de densidad. No hay narrativa explícita, solo vejez, silencio y la conciencia de que el cuerpo desaparece.
Aquí Goya parece hablar desde la espera de la muerte, sin dramatismo, sin consuelo. Uno siente que los ojos del anciano que come nos observan desde otro tiempo.

La romería de San Isidro
Esta es una de las composiciones más complejas de la serie. Un grupo de personajes —figuras grotescas, carnavalescas, algunos ebrios, otros cantando— se desplaza hacia la colina del santo patrón. La escena, que en principio podría parecer una festividad popular, está impregnada de una atmósfera que deja una sensación inquietante, como si, en su aparente alegría, se escondiera una sombra fatal. Las figuras están estáticas, el horizonte es plano. Hay algo mecánico en el avance, como si los cuerpos no supieran ya por qué caminan.
Aquí no hay crítica explícita, sino ambigüedad. Goya desarma el ritual. Lo muestra despojado de sentido. Lo pinta desde la distancia de quien ha visto el fanatismo, el automatismo, el vacío.
No señala con el dedo, sino que ofrece el desconcierto. ¿Qué celebran? ¿A quién invocan? ¿A qué ritmo se mueven? La pintura parece una danza suspendida entre la devoción y la decadencia.

Visitar las Pinturas Negras no es solo encontrarse con un Goya distinto. Es enfrentarse a una forma de ver el arte como acto límite. Goya nos ofrece una visión que resuena mucho más allá de su época. En cada pincelada, en cada figura, se esconde una parte de su alma atormentada, que aún hoy sigue hablándonos.