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Hugo Jorquera. El mundo del pintor.

Hugo Jorquera: de la iconografía de la desesperanza a la historia sin historia.

      1. Hugo Jorquera. El mundo del pintor.

Al fin, tras años de espera, y gracias a la Universidad de Ciencias de la Educación (UMCE), poseemos un compendio preliminar de la obra de Hugo Jorquera, comentado, ordenado cronológicamente y bellamente contextualizado a partir de continuas referencias a la vida de este fascinante artista chileno. Hugo Jorquera. El mundo del pintor, es un libro de difusión, introductorio, más que un estudio para especialistas y dado su carácter sintético y ameno, puede ser leído sin conocimientos previos sobre pintura o artes plásticas, pues no encontramos en él un tratamiento de elementos técnicos. Con sólo una mirada superficial al libro nos damos cuenta que el foco está puesto en la persona, sus apreciaciones sobre la vida, su evolución como artista visual y su oficio, sin alusiones estructurales a la pintura propiamente tal. Y ahí es donde estriba parte de su principal valor, ya que al no ofrecer una distinción entre obra y autor, nos permite aprender sobre el artista, su forma de pensar, sus vicisitudes personales y entender por qué se centra en determinados temas y no en otros, teniendo siempre como telón de fondo el aspecto vital, situacional de la obra, en desmedro de lo analítico o puramente estético. Al carecer de la firma de un autor, quien opera como narrador es el propio Jorquera, fundamentalmente mediante las imágenes que son, evidentemente, el núcleo sinóptico del texto. Lo que contribuye a impedir que el libro adquiera la forma de un soliloquio y se descompense, es que las necesarias referencias a aspectos estéticos o filosóficos no son expuestas por él mismo, sino por algunos de los más destacados artistas y especialistas de nuestro país, entre los que debemos mencionar a Víctor Hugo López o Almiro Rozas, que aportan su perspectiva y permiten profundizar en esta amplia e interesante obra.

                                           

      Si bien la organización del libro es simple y accesible para cualquier lector, ello no significa que su contenido también lo sea, pues sigue siendo un libro de pintura, donde el lenguaje verbal se ve disminuido frente al visual y que, en el caso de este artista, es de una altísima complejidad. Y es aquí donde el texto muestra su otra cara: es exigente con quien lo tiene en sus manos, forzándolo a mantenerse atento y andarse con mucho cuidado. Como es obvio, puede que la extensión de la obra que aborda dificulte su comprensión, así también ciertos rasgos ligados a sus bases compositivas, sus determinaciones técnico-cromáticas o los componentes emocionales que despliega, pero ello implicaría desconocer otros ripios mayores. Esto es particularmente notorio si nos centramos en el conocimiento de la historia del arte que demanda entenderlo. Ya que ninguna obra nace de la nada, sino que tributa de influencias diversas, es de mucha utilidad conocer tales enclaves para poder interpretar el contenido de un determinado trabajo. Esto, en Jorquera, es tan difícil como retador, pues, aquello que podría venir en nuestra ayuda, no se explicita con sencillez ni de modo lineal, precisamente porque el libro más que lectores precisa de observadores comprometidos. Dicho en términos generales, en el amplio recorrido que ofrece, hay periodos donde bien pueden ser identificables elementos del barroco, el fauvismo, el expresionismo o el tenebrismo, y otros en que la coloración y el tipo de trazo sugieren a los nenúfares de Monet, pero también algunos en que el surrealismo y la neo objetividad de autores como Dix y Grosz se sustituyen o compenetran con los estilos ya mencionados. Esta pluralidad de recursos, habla muy bien de la fama que precede a Jorquera de maestro en el doble sentido de la palabra: por un lado es un artista que reconvierte sus influencias con naturalidad a su hábitat propio y singular y, en ello, se vuelve original y único, pero también del maestro en el sentido de lo que es capaz de enseñar y los saberes que activa.

                                                         

Considero que el carácter eminentemente belicoso del libro o, en el buen sentido de la palabra, de no dar descanso en ningún momento al ojo y la mente, aparece cuando observamos que a pesar que la mayoría de las obras que contiene son paisajes o bodegones, desconocemos generalmente desde qué lugar nos está hablando, esto es, una de las características del trabajo de Jorquera: la plurivocidad del locus. Por momentos pinta desde el interior al exterior y, en otros, a la inversa, todo ello en un mismo cuadro, sin nunca ser manifiesta una decisión muy neta entre lo que toma del exterior y lo que imagina en su cabeza. Similar situación de inestabilidad e indeterminación se replica con su enfoque, ya que desde los primeros trabajos que nos provee el libro, sólo en momentos muy puntuales sabemos si estamos ante un trabajo que opte o bien por la figuración o
bien por la abstracción, dotando al libro de una acuciante sensación de inminencia, que moviliza la mirada a los detalles precisos de cada obra, pero también de un trabajo a otro.

                                               

Creo que para dar a entender de mejor forma lo anterior, es preciso una toma de partido que, al menos establezca ciertos vasos comunicantes y líneas de interpretación de lo que es sólo una mínima parte del fondo del libro. Dada la magnitud de la obra que éste contiene, consideré que una buena forma de encararlo era tomar algunas de las series, atendiendo al criterio de afinidad formal y cómo a medida que avanza el tiempo el artista va atendiendo con mayor grado de universalidad el contenido de su trabajo. Mi elección fue “Ángeles y hombres anónimos” y “Crónica de la infamia”. Como se aprecia en el compendio, en la primera de ambas series, el denominador común es la expansión de la dialéctica existencial hombre vs sistema. En el caso de “Ángeles y hombres anónimos”, Jorquera toma como motivo los vejámenes ocurridos durante la purga norteamericana de la izquierda en los países del Sur durante la Guerra Fría. En cambio, en “Crónica de la infamia” el tópico es la muerte, la persecución endémica, el sufrimiento y los efectos indeseables de la extensión de un tardo imperialismo ya plenamente consolidado a nivel global. Por cierto, lo que más resalta en ambas es la carga social, política y decididamente filosófica de este periodo, el cual contrasta de manera sustantiva con la pintura metafísica y de contemplación pura característica de su trabajo de paisajes y bodegones previos. En las dos, a la experimentación formal, marcadamente intelectual y de colores vivos presentes en el trabajo desarrollado por el pintor durante su estancia en Venezuela, le suceden composiciones violentas, claustrofóbicas, con personajes aprisionados por fuerzas externas, coaccionados y que sólo tienen sentido dentro del cuadro.

      2. Ángeles y hombres anónimos (1985-1996)

Inspirada en la novela “Preso sin nombre, celda sin número” de Jacobo Timerman, temáticamente la serie nos ubica en la “Guerra sucia” argentina, centrándose en las torturas y encarcelamientos ocurridos durante la dictadura de Videla, en el marco de la purificación estadounidense del comunismo latinoamericano, de la cual Jorquera también fue objeto cuando ejercía como profesor de pintura en la Universidad de Concepción. Iniciada dos años después del fin de este traumático periodo de tiempo, al igual que la novela de Timerman, la serie se caracteriza por retratar la violencia y el sufrimiento con un marcado foco en los interiores. Aunque gran parte de las obras se completan entre 1982 y 1985, no es sino hasta “Conmemoración fúnebre”, de 1996, que la serie alcanza su forma final, llevándole a Jorquera cerca de nueve años completarla, prueba de su interés en el tópico. En “Ángeles y hombres anónimos” se mezclan obras de gran tamaño con otras de formato más reducido que, al igual que gran parte de su trabajo, Jorquera ejecuta siguiendo su predilección por el uso del acrílico, dada la plasticidad que provee el material a la hora de pintar tonos oscuros y su versatilidad para generar focos de luz con bastante precisión. Se trata mayormente de composiciones que ubican los elementos alternadamente en posición vertical y horizontal, o bien ambas direcciones en simultáneo, formando a veces planos en “L”, otros puramente horizontales o cruciformes, con primacía de figuras reclinadas que acaparan gran parte de la luz, sólo exceptuándose las composiciones cónicas invertidas de algunas figuras individuales. Aunque la serie contiene más cuadros, el libro únicamente nos muestra once, partiendo por “Espacio de sueño” y finalizando justamente en “Conmemoración fúnebre”.

                            

Una obra importante de esta serie es “Hombre anónimo” de 1982, uno de los trabajos de gran formato (150X120 cms.). En ella, el personaje reclinado en diagonal de derecha a izquierda, representa una figura humana cuya contorsión, de la cual apenas vemos el torso y parte de las piernas, sugiere un gesto de incomodidad e intenso dolor físico. Aunque la escena no transcurre en un lugar reconocible, se intuye por la posición de las piernas, el movimiento de las caderas y el torso que se trata de una persona tratando de liberarse de algún tipo de cuerda que le impide el movimiento. Por el título y la forma anatómica del cuerpo sabemos que es un hombre, y atendiendo a la oscuridad y la cantidad de negro que contiene el plano, sabemos también que es un ejemplo de los aprisionamientos en aislamiento que describe la novela de Timerman -por lo demás muy propios de los métodos de tortura de las dictaduras argentina y chilena-, lo que se ve reforzado por el color plano del fondo y la ausencia de más personajes. La luz proviene de la parte superior del cuadro, y apenas alcanza a dar visibilidad al cuerpo recostado que brega por liberarse, conjuntamente con una mínima porción de las paredes de concreto de la prisión y, ante la carencia de mobiliario (una cama por ejemplo), se sospecha que el cuerpo desnudo y el suelo frío de la cárcel están en contacto y rose, contrastando con los tonos cálidos y amarillentos de la piel y los blancos de las ataduras. La escena, al proveer la cantidad precisa de información y carecer de un rostro que permita distinguir un tipo específico de emoción, sorprende por la maestría en el dominio de las ambigüedades y la determinación del artista al momento de captar episodios de violencia impersonal, pues nunca nos enteramos de quién ejerce este suplicio ni sus motivaciones. Sumado a esto, la obra es una muestra de lo antes mencionado: en Jorquera nunca se distinguen lo objetivo de lo subjetivo ya que, al no contar con un modelo o foto del motivo pictórico, es altamente probable que la narrativa de esta obra haya surgido de su imaginación, teniendo en cuenta no sólo la antinaturalidad de la perspectiva que nos provee como punto de vista, sino también su forma improbable, totalmente inventada y discordante con la posición vertical inclinada de la pared respecto del cuerpo.

“Hombre anónimo”, acrílico sobre lienzo, 1982

Por su parte, “Conmemoración fúnebre”, terminada cerca de catorce años después de iniciada la serie, es un retrato colectivo que a pesar de la distancia temporal, concuerda enteramente tanto en forma como en fondo con la serie original. No sólo contribuye a dar esa sensación de fotografiar una pesadilla, sino también le aporta unitariedad a la intención preliminar de “Ángeles y hombres anónimos” de aunar lo individual con lo colectivo en un simbolismo compartido. Al igual que en el resto de la serie, Jorquera se centra en la figura humana masculina, sólo que en esta obra, al modo de la poesía de Rilke en sus Elegías de Duino, aparecen los ángeles en su variante terrible y desvitalizante. Estos ángeles no anuncian nada bueno, porque incluso cuando salvan o acompañan, conducen a sus personajes de una tragedia a otra, de lo terrible a lo terrible a través de lo terrible. Pintados como espectros, dispuestos al modo de un friso, ordenan su argumento con el suplicio de Cristo, tan caro a todas las pinturas de presos y torturados que aparecen en este periodo, con sus alusiones a crucifixiones invertidas, que se apropian prácticamente de toda la luminosidad del cuadro.

Dada la posición de los pies y las cabezas de las figuras, la disposición de los colores claros en relación con los oscuros, en “Conmemoración fúnebre”, Jorquera fuerza a la mirada del espectador a desplazarse de izquierda a derecha, en lo que pareciera ser la liberación conjunta de las almas de los presos. Ciertamente, su única posibilidad es salir de su prisión es conducidos por estos ángeles de la muerte con forma humanoide, para los que el adjetivo más adecuado es, sin duda, macabros. En la parte superior izquierda, el autor reemplaza los fondos planos por lo que pareciera ser un ángel que emerge desde el fondo hacia nosotros. Abajo, unos cuerpos sin vida, se disponen como si fuesen la cáscara de lo que alguna vez fue un hombre, son arrastrados por estos seres alados con calaveras en lugar de rostro. En el centro se aprecian los restos de una estructura arquitectónica en proceso de derrumbarse en la que sólo se puede apreciar con definición una puerta que va cayendo hacia atrás; el resto son escombros esparcidos por la fuerza que impulsa a las figuras que en tropel se dirigen a la salida. No obstante, no hay tal salida. Los puntos de referencia que estabilizan el cuadro son, por un lado, la disposición horizontal de las almas y los ángeles y lo que pareciera ser un sacerdote observando de frente al espectador, que Jorquera nos resalta hábilmente aumentando su tamaño para conducir la vista hacia él, en conjunto con las lanzas embanderadas de rojo tras él, que son las que asientan el ritmo compositivo vertical del cuadro. Por otro lado, ejecutada impecablemente, esta estructura en “L” tumbada, aparte de acentuar la violencia narrativa de la obra, la vivifica, atrayendo y desafiando la atención, sin recurrir a elementos artificiosos como miradas entre personajes o juegos de luminosidad. En esta ocasión, la luz no proviene de un lugar específico, sino que se ha encarnado en la pareja de personajes centrales, mientras, en lo que pareciera ser el exterior de la prisión, aparecen los caballos sobre los que apenas se aprecian los jinetes, tras los cuales hay sólo una oscuridad amenazante. A pesar de que la obra se resiste a entregar grupos de información muy nítidos, es evidente que la movilidad de la escena anuncia un inminente enfrentamiento. Sin embargo, a contracorriente con lo que propone esta última pintura de la serie, y para nuestra mala fortuna, al menos en lo que compete al libro, Jorquera opta por dejar a nuestra imaginación qué pudo haber ocurrido, teniendo que esperar alrededor de nueve años más, a “Crónica de la infamia” para ver una eventual conclusión.

“Conmemoración fúnebre”, acrílico sobre lienzo, 1996

      3. Crónica de la infamia (2005-2007)

En 2005, dos años después de la invasión a Irak Jorquera inicia su proyecto de universalizar lo que en los 80 y 90 sólo había tratado en tópicos localizados, como son sus inquietantes trabajos sobre puertos o naufragios, aunque sin descuidar nunca el horror y la lucha por la sobrevivencia, motores nucleares de su universo imaginativo, en series como “Iconografía de la desesperanza” y “Asedio a la ciudadela francesa de Calais”. De “Crónica de la infamia” el libro nos ofrece cuatro trabajos: un tríptico de gran formato titulado como la serie, más una obra posterior, “Lonquén”, de 2007, donde tenemos una vuelta al rojo, negro, los ocres ferrosos y el blanco de “Ángeles y hombres anónimos”, dejando de lado la magnificación de unos personajes sobre otros y centrando el dramatismo de las obras en la composición y la intrincación del dibujo, lo que da gran agilidad y fluidez a las escenas que representa. En la serie el artista refuerza la intención transversal a gran parte de su obra, de que las acciones o interacciones entre personajes se desarrollen en el mundo que les ha creado y, que sólo por asociaciones externas a las pinturas mismas, sabemos que mantienen un vínculo con nuestra realidad empírica o histórica. La ubicación en que nos coloca el pintor es ambigua e incómoda, a tal punto que pareciera que fuéramos intrusos presenciando un discurrir al que no fuimos invitados, pero del que también formamos parte y nos constituye sin ser protagonistas directos, sino agentes pasivos a los que sobrepasan y oprimen las fuerzas mayores y trascendentes que oprimen a los personajes. En la serie, la ocupación de Irak por las fuerzas estadounidenses se desliga de la representación de la guerra y se convierte en una alegoría ya no del conflicto como algo que persigue la destrucción de las personas, sino como una serie de formas encarnadas en la brutalidad misma, sometidas y subyugadas por fuerzas inhumanas y malignas.

Argumentalmente, el tríptico “Crónica de la infamia I, II y III” reposa sobre una cronología propia, sin darnos luces claras de si es la continuación de trabajos o series anteriores, de modo de entenderlo argumentalmente como parte de un arco mayor. A pesar de esto, el clima antagónico, la proximidad cromática y narrativa hacen pensar que sí. Si en “Ángeles y hombres anónimos” los prisioneros eran seres claramente individualizables, induciendo a creer que el resto de nosotros permanece en libertad, en la obra de 2005, es la humanidad en su conjunto la que se haya sometida a un poder invisible que no controla ni conduce y al que, por tanto, es incapaz de confrontar. Jorquera adhiere a la no figuralidad del capitalismo diluyendo la diferencia inherente al mundo tal y como solíamos conocerlo, y lo representa en este sentido, del que no debiera separarse para servir a ninguna clase de heroicidad falsa e infame. Con esto, el artista se hace cargo de la disolución de la oposición nosotros vs ellos distintiva del siglo XX, por la de nosotros vs “algo”, no determinado ni personal del siglo XXI, del que nadie queda exento. Tal amplitud de mirada, si bien dota a la pintura de Jorquera de un halo de epicidad, le resta todo talante escatológico, pues no hay un momento en que utopía y distopía se encabalguen o sucedan, sino únicamente el gris sobre gris de un agravamiento y exacerbación de la situación deficitaria inicial. A diferencia de otros relatos con el mismo grado de interdependencia con la historia humana, en que un evento o persona cumple la función de catalizador y salvación, en esta breve serie de principios de los 2000, es justamente lo que se echa en falta. Pienso que esto es así por tres razones: la primera, porque si no hay en lo opresivo, nada que lo haga sentir opresivo, la opresión misma pierde sentido; la segunda, si no hay un enemigo claro y definido, en realidad no hay nada contra ni por lo cual pelear y, finalmente, la tercera, si no hay ni opresión ni enemigo, lo que queda es un continuo desprovisto de historicidad. Así llegamos a “Crónica de la infamia I, II y III”, en cuyas dos primeras secciones se narra el antes y el durante de esta historia sin historia, de un modo amplio y contextual, mientras que en la tercera, con un plano mucho más reducido, llegamos al después y la conclusión.

Ya que en una guerra nadie gana, en “Crónica de la infamia I”, al igual que en toda la serie, apenas se distinguen figuras humanas en el imbricado central de brochazos claros y angustiantes, que se contraponen a la definición de las monumentales ruinas metálicas apiladas unas sobre otras, circundadas por humos industriales azulados y fuego en color rojo intenso, compenetradas con las nubes pintadas en grises y negros. Comprendemos que el interés de Jorquera no está puesto en la figuración de formas humanas, sino en robustecer la idea de que hemos transitado de la deshumanización a la a-humanización, al fijarnos en su uso de la luz y la oscuridad. Toda la escena es violenta, está atravesada en diagonal de tres planos de luminosidad, separados con absoluta radicalidad: plano de oscuridad abajo, plano de luz intermedio y plano de oscuridad media en la parte superior. La luz se ha transformado en color, con la intención de mostrar que el análisis que nos provee la pieza trasciende los posibles réditos económicos que podrían obtenerse de una ocupación militar determinada, preguntándose más bien por el sentido general de la acumulación capitalista en nuestros tiempos. A diferencia de otros artistas con motivos similares, como De Cirico u O’Keeffe, la eficiencia del plano de luz intermedio estriba en que, en lugar de impulsarnos hacia adentro del cuadro, es éste el que viene hacia nosotros, como si nos desafiara a fijar nuestra atención en el centro, en la maraña de trazos circulares curvos en que apenas se insinúan contornos de cabezas, hombros y brazos.

Este desmembramiento y desmaterialización de la figura humana se distingue drásticamente de lo que el artista había mostrado en obras anteriores, pues, donde antes podíamos ver hombres cáscara o ángeles translúcidos y humanoides, ahora hay apenas escorzos de humanidad, a su vez imbuidos en un mundo que tampoco es humano. Sin dejar de ser un paisaje urbano, industrial, este mundo no es ya el nuestro, y destruido como está tampoco pareciera ser útil para nadie. Sin sol, sin mitología posible, aquí no caben los ángeles ni los hombres que ya han sido superados por el entorno yerto, brumoso, sucio y desesperanzado, muy propio de la imagen televisiva que nos legó este infame conflicto dimanado de la mentira, conducido por la ambición desmedida y sin consecuencias hasta la actualidad para los perpetradores. Pienso que si en lugar de la maraña de cuerpos apilados del centro, apareciera algún tipo de figuración clara, el simbolismo de esta obra de apertura se habría visto severamente afectado por el desequilibrio dramático que sin duda persigue el artista. En cambio, Jorquera opta por no sublimar la muerte y transmitirnos con crudo realismo la languidez de lo que parecieran ser partes de cuerpos sin vida y la destrucción que deja cualquier bombardeo, o sea, aquello que las transnacionales no mostraron, hasta que ya el pueblo iraquí dejo de creer que el reemplazo por la fuerza de su dictador histórico no los dejaría expuestos a otros grados de violencia mayores e inusitados, sustituyendo la esperanza por demandas de ayuda humanitaria.

“Crónica de la infamia I”, acrílico sobre lienzo, 2005

En “Crónica de la infamia II”, se mantiene el tono a medio camino entre la figuración y la abstracción, aunque inclinándose decisivamente más por lo segundo que por lo primero. Es común que los escenarios colectivos violentos sean producto de un ataque externo o una revuelta contra alguna clase de amenaza interna, pero en esta obra no vemos ni lo uno ni lo otro sino, una vez más, la imaginación de Jorquera exteriorizada. Acá, la insurrección del hombre contra sí mismo a través de sus propias creaciones ideológicas, está menos retratada a partir de alusiones a la realidad que a las ideas presentes en la psique del pintor, profundamente desilusionado respecto de las consecuencias de las acciones humanas. Metafórico como es, al igual que las explosiones, la figuración privilegia la energía por sobre la materia. Y vemos que es así porque en esta obra prácticamente todo se encuentra mediado por otra cosa. Presumiblemente ocurrida de noche, lo que corona la parte superior de la composición es un sol muerto sobre un fondo rojizo que no sabemos si está pintado, fotografiado o proyectado en una pantalla. Como es usual, la acción transcurre focalmente en el centro, facetada por un recorte en la obra que semeja una plancha metálica que impide ver lo que hay detrás, bajo la cual la sangre o el fuego rojo impregnan un trozo de pilar cubico negro. Totalmente fuera de lugar y de forma intempestiva, debajo de las pinceladas en dorado, a la izquierda algo que pareciera ser el casco de un barco choca con trazos de luz blancos, y que sólo tienen razón de ser en función de este objeto y su movimiento, signo de que el color ya no vale por sí mismo, antes bien, siempre es el color de algo o en algo, salvo en el caso de las esquinas superior e inferior que son la oscuridad pura y simple. Según el orden de las capas de pintura, la multiplicidad de cruces de lápidas de cementerio fueron las últimas cosas que Jorquera pintó, siendo los únicos objetos que el artista dibuja con claridad e independencia de aplicaciones anteriores de pigmento y que interrumpen el tono onírico del cuadro que se sostiene en un lúgubre vacío. Pareciera que es la forma que tiene Jorquera de recordarnos que la invasión no sólo tiene una naturaleza económica, sino también una profundamente religiosa que pone la tergiversación del Dios cristiano presente en el dólar, contra el musulmán, constante objeto de estigmatización y ya enteramente antagonizado por un Occidente que sólo sabe llevar la libertad a los barbarizados iraquíes bajo la forma de misiles.

“Crónica de la infamia II”, acrílico sobre lienzo, 2005

A veces olvidamos la dificultad que entraña producir obras bellas con un contenido tan grotesco. La Guerra de Irak, que parte como una invasión destinada a durar apenas unos meses, continúa hasta hoy, sólo que con otras caras. Esto es lo que vemos anticipado en “Crónica de la infamia III”, a saber, una pintura donde sabemos que hubo humanidad, pero sólo al modo de un rastro, mas no de una presencia presente, de la que no conseguimos quitarnos el olor a sangre y humo químico salvo de modo artificial. Intencionalmente dividido en dos planos diagonales de luminosidad, para que la mirada vaya del plano de mayor luz a las figuras amorfas de tonos terrosos de la parte inferior, la pintura final de este tríptico tiene el movimiento de un retrogusto. Esto se ve apuntalado por las dos líneas verticales que confluyen en dichas figuras de las que vemos sus espaldas y el lugar hacia el que miran. Al igual que toda la serie esta escena produce un impacto pictórico que difícilmente puede dejarnos indiferentes, dado el movimiento de las figuras hacia el costado y la composición en cruz que provoca una sensación de tridimensionalidad en el cuadro. En la obra, la deformación de la figura humana y su entorno favorece la sensación de que la muerte física y la violencia son trascendidas por la forma en que están representadas. La verdad de la obra es que todos somos mortales, pero sólo aquello que persevera -la infamia-, es el verdadero motivo, al cual Jorquera no se opone, antes bien, es el sendero por el que cabalga su arte: el horror, el dolor convertido en color, mancha y línea, sin ataduras respecto de la figuración. Se trata de un horror no destructivo, a la inversa de lo que el artista aprecia en el conflicto bélico, sino creativo a partir del coraje, la vitalidad y el ruido constante de la obra, como si de lo que se tratara es de contrarrestar la inhumanización con porciones cada vez mayores agudizadas e intensas de humanidad. El material de “Crónica de la infamia III” es la integración de zonas de color que no pueden aislarse. Todo en la escena está tan imbricado que pareciera por momentos que lo representado no son las explosiones o los despojos de lo que queda una vez que éstas ocurren, sino el morbo de quienes observan la destrucción despersonalizada, transmitida por la televisión. Hombro con hombro las figuras del fondo disfrutan, con ese goce malsano de la sobreexposición, propio de nuestro siglo, de las luces y el espectáculo de la brutalidad televisiva, sugerida en los recortes cuadrados sobre algunos sectores de la pintura. Sin verse afectadas, desde la comodidad que provee la distancia se convocan ante la escenificación de la muerte. Es como si el artista nos llevara a preguntarnos si lo peor son los bombardeos o quienes los disfrutan. La serie culmina, pues, del mismo modo que comenzó, con la muerte, pero aquí es la muerte no de seres humanos concretos, sino la imagen cinematográfica de la misma que ni ofende ni estorba. Al no tratarse Bagdad o Mosul de Nueva York, estas muertes resultan intrascendentes, del mismo modo que las de cualquier otro sector del mundo que no sea el así llamado primer mundo, o bien, aquello lugares de influencia político económica donde se decida el significado de esta palabra. La guerra y la matanza durará, entonces, lo que dure la noticia sobre la guerra, en un gesto de total pérdida de coordenadas espaciotemporales del mundo mismo, que ahora son gobernadas por los medios de comunicación de masas, ya que si algo no se publica y aplaude es como si no existiera.

“Crónica de la infamia III”, acrílico sobre lienzo, 2005

      4- Consideraciones finales

Hugo Jorquera. El mundo del pintor, es el primer compendio de la obra del artista en formato libro y, es de esperar, no el  último dadas sus escuetas 150 copias publicadas. Es, al mismo tiempo, el compendio de un pintor interesado principalmente en el paisaje, pero que no desconoce la importancia del retrato, con todas sus contradicciones. Resume, a fin de cuentas, los temas y motivos persistentes en la obra de un artista movido fuertemente por la humanidad y sus elementos fundamentales, muchas veces irracionales. Su obstinación por las contradicciones humanas, es lo que lo lleva a destruir permanentemente las formas convencionales de la figura y el entorno que es propiamente el nuestro. En este sentido, el libro cumple la función de un buen muestrario del proyecto del cartagenino por ver en la destrucción, el poder generativo de la sensibilidad. Naturalmente, no está ni remotamente cerca de reunir toda la producción del pintor, pero en lo que muestra resulta bastante completo y permite al lector o al observador hacerse una idea general muy precisa de los periodos y temas que Jorquera ha trabajado en su extenso trabajo. En sus poco más de 150 páginas y, a pesar de que algunas obras no figuran con el nombre que el autor dio a cada pieza (por ejemplo, las de “Crónica de la infamia”), las fotografías están excelentemente cuidadas y las obras ordenadas según un criterio cronológico/biográfico muy fácil de entender. En este sentido la pretensión del texto es dar una mirada de conjunto, sin centrarse específicamente en ninguna serie o trabajo concreto. El texto autobiográfico inicial y las apreciaciones finales sirven bien al objetivo de atenazar una obra en la que conviven temas terribles con otros vivos, bellos y más edificantes, pero en cualquier caso transidos de un amor por la vida franco, genuino y que no teme exhibir ambas polaridades 

Carlos Roa Hewstone 

Editor Revista Espejo de Agua