Retrospectiva Gonzalo Sáenz-Diez. Lo Divino y lo Terrenal: Poética y Figuración de la bohemia sanantonina
Carlos Roa Hewstone
Colaborador Espejo de Agua
Área difusión Artes Plásticas
Hasta el momento, las dos versiones más relevantes de la bohemia sanantonina de los años 60, 70 y 80 son, por un lado, La Negra Ester, escrita y dirigida por Andrés Pérez, basada en unas décimas de Roberto Parra, y por otro, la minuciosa, realista y desgarradora narrativa documental de Pedro Navarro. La Negra Ester, con su tono de comedia dramática y su enfoque imaginativo, que prioriza la fantasía sobre por los hechos reales, contrasta fuertemente con el trabajo de Navarro, caracterizado por un realismo crudo, que mezcla lo investigativo con lo trágico. Interesante contraste, ya que ambas obras provienen de las escénicas y artes literarias. Sin embargo, existe una tercera versión, proveniente de las artes visuales: la interpretación de Gonzalo Sáenz-Diez que, a pesar de compartir una temática común, pretende ir más allá de la narrativa de La Negra Ester, proponiendo un universo que, aunque en ocasiones se sitúa históricamente en este contexto, y aborda sus instancias concretas, también nos invita a reflexionar sobre temas más amplios y profundos. Si bien Sáenz-Diez no se considera a sí mismo un pintor expresionista, su obra, sin duda, demuestra que se ajusta a esa corriente, pero lo hace de una manera particular: si escoge este estilo, es para conflictuarlo y rivalizar con él, esto es, si pinta subordinando la pulcritud a la emoción, se debe no solo a lo sui generis de los temas que normalmente escoge para sus obras, sino también a la necesidad formal de romper con la planitud compositiva y espiritual que caracteriza a esta forma de entender el arte. Para materializar sus motivos no se limita a la utilización de la perspectiva convencional. Por el contrario, la retuerce, la descompone, la hace chirriar y la adapta a sus necesidades, ya que la requiere para ilustrar la cotidianeidad de la ciudad al modo que él la entiende, y con la cual su obra entrelaza lo irónico con lo teatral, y lo sublime con lo angélico.
Algunos de sus trabajos más ambiciosos mantienen una relación orgánica con algunos de los cabarets y bares más emblemáticos de la vida nocturna de San Antonio, pero esta relación no se limita a lo situacional. Sáenz-Diez abre y cierra tales espacios a su entero antojo, hasta que se convierten en aquel escenario cosmopolita porteño, de los prostíbulos y cantinas de las tripulaciones y, en general, de la mezcla espontánea y multifacética de individuos que solían dar vida a ese lugar. Este bullicio, en su incesante ir y venir, es lo que le interesa, dando como resultado una pintura llena de rugosidad, tanto en lo gestual como en lo pictórico, con un poder evidente para transmitir en una sola obra, una multiplicidad de mensajes, principalmente acerca de ese espectro de abandono e industrialidad que solo San Antonio puede ofrecer de noche.
La búsqueda de Gonzalo Sáenz-Diez se centra principalmente en la expresión de emociones puras. En su pintura, los interiores, los entornos fríos y deshumanizados contrastan con otros más sensuales y exhuberantes, que sirven como espacios de escape para ciertos personajes, que parecieran estar atrapados en un movimiento opresivo que no logran controlar. Las mujeres, los hombres, la arquitectura y el mobiliario en sus obras, funcionan como iconos que representan la frivolización de las relaciones humanas y, de cierta manera, sirven para exteriorizar su carácter grotesco. Ello, es particularmente evidente cuando nos enfrentamos a las facciones exageradas, casi caricaturescas de los protagonistas de sus cuadros. Sin embargo, este elemento solo se entiende si también consideramos otros aspectos importantes de su producción.
En algunas obras, Gonzalo muestra una fascinación por la prostitución y los ecosistemas sórdidos, no como una crítica moral, social ni mucho menos penal, sino como la generación de un espacio de apertura a la sensualidad, la libertad o la resistencia. Esto es particularmente notorio, si atendemos a la fuerte presencia de sus personajes femeninos, cuyas posturas altivas transmiten una sensación de poder y autogobierno, al extremo que, en ocasiones, parecen ser las únicas que mantienen algo de dominio sobre sí mismas y sobre las situaciones en las que el artista las coloca. No es que los hombres sean simples sombras, manchas sin importancia, sino que las mujeres han logrado adaptarse de mejor manera al caos. Se desenvuelven en el desorden con tal eficacia que incluso lo celebran. Navegan hábilmente en su hostilidad, con una destreza que les permite monopolizar el deseo y la belleza y, aunque su rol esté socialmente vinculado a la marginalidad o a la sexualidad comercializada, sus actitudes desinhibidas y provocadoras expresan un pleno fuero sobre sus cuerpos y, simultáneamente, sobre lo que está permitido o no, en un contexto de permanente disrupción, o donde las fronteras entre lo moral y lo inmoral carecen hace tiempo de sentido. En contraste, lo masculino, en lugar de prosperar o fortalecerse, se abandona al vicio; aquí, los hombres, las más de las veces se hayan atrapados en relaciones que lo superan, tanto en fuerza como en extensión, si es que no derechamente les son inconscientes y las aceptan como parte de su existir.
La simbología de Sáenz-Diez, aunque difícil de clasificar, se inserta en un espectro bastante local y específico, pero que también toma distancia de su raigambre identitaria o, al menos, la identidad que el consenso generalizado le otorga a la bohemia sanantonina, transformándola en un tratamiento estético propio y original. Pasamos de un San Antonio frenético y dislocado, a aquel que su mente imagina, proyecta en su obra, y desde ahí comienza a instituir una visión única de aquel mundo ya extinto. Esto explica algunos rasgos distintivos de su pintura, como pueden ser, por ejemplo, los rostros. Los rostros en las obras del artista, muy opuestamente de funcionar como un mero recurso estilístico, forman parte de algo mucho mayor: entrañan la esencia misma del puerto, encarnada de forma extraña y ambigua en las actitudes, las expresiones, la ropa, la ubicación y la expresión de sus protagonistas. Por un lado, forman parte de la fiesta; por otro, son enajenación. Es en este mundo alienado, pero también sublimado, en que el artista exacerba las formas y los fondos, dando forma a sentimientos y sensaciones que no requieren de impostación ni de romanticismos. Por eso, el relato que atraviesa su obra nos parece genuino y profundamente auténtico. Los personajes de Sáenz-Diez son genuinos en su desnudez, y no parecieran desentenderse de las vicisitudes en que el artista los coloca, precisamente porque no son dramáticos, ya que, en su transparencia, nos dejan entrever que esconden algo más.
Un claro ejemplo de lo anterior, es la obra El Florida, donde el uso predominante de colores primarios, junto con verdes y amarillos, produce la sensación de que la pintura vibra, en su disimulada falta de lógica. Dividida en dos planos, las dos figuras sentadas que, con algo de dificultad, podemos reconocer como humanas, resaltan sobre el fondo del bar pintado de forma lineal y casi sin profundidad, lo que obliga al espectador a recorrer cada detalle de la escena. El ambiente transmite una impresión de encierro, que, sumada a las expresiones tensas e introspectivas de los personajes, refuerza la idea de un espacio dispuesto para la socialización, pero carente de comunicación. Elementos como el reloj, que marca cerca de las cuatro de la mañana, enfatizan la sensación de una bohemia popular que, en lugar de narrar una historia animada o alegre, más bien, representa una suerte de evasión, frente a la cual estos personajes desequilibrados bebiendo en el bar, bien podrían estarlo también afuera, en su vida cotidiana.
EL Florida
Acrílico sobre tela
37x37 cm.
2009
Sáenz-Diez se manifiesta como un artista urbano, cuyo enfoque pictórico refleja el vigoroso y palpable pulso sanguíneo del puerto, y cuya vitalidad no proviene de la música del jazz guachaca o de la cueca porteña, sino de la gran sonora banda que late en la ciudad: la clandestinidad, el flirteo, el vicio, las personas que no se encuentran a sí mismas en la soledad compartida o, bien, en la soledad absoluta. En sus obras abundan personajes diversos que, unas veces aprovechan, exprimen el presente, sea de manera solitaria o acompañados, sea despojados de individualidad o, en otras, simplemente desperdiciando su tiempo. Estos personajes existen tanto para el artista como para el espectador, en una interacción que trasciende la mera representación visual. En su marco histórico más inmediato, es como si sus personajes presintieran la llegada de un cambio histórico que marcará el fin de aquello que muy frágilmente los sostiene. Lo cierto es que apenas les importa: se trate de la Dictadura o la Transición a la democracia, el decurso de sus existencias está igualmente condenado a desaparecer, en una posmodernidad de smartphones, de narcisismo redsocialero e individualismo de consumo, en que no tienen ninguna cabida, y ni si quiera prefiguran que ocurrirá. Se trata de una fiesta al borde de su final, donde solo quedan los últimos rezagados, atrapados en una noche que ya no promete nada y, de la cual, acaso ya debieran haberse retirado hace tiempo.
Las pinturas de Sáenz-Diez nos transportan, pues, a escenas que todos de alguna manera hemos presenciado. Su trabajo está invadido de una crítica social velada, expresada mediante personajes desilusionados y en apariencia nihilistas, que se enfrentan a la vida, emborrachándose en espacios inquietantes que, en su peculiar forma de transmitir sensaciones angustiantes, producen algo hermoso. Porque hay, ciertamente, algo bello en este trabajo que no se corresponde con la imagen convencional de belleza que se supone ha de poseer el arte y que, en este caso, nace de la forma alegórica en que el artista extrae lo excepcional de lo mundano, y lo mundano de lo excepcional
Una muestra de ello, es su obra Gabana, donde lo que más destaca es la disposición del bar en una larga curva que atrae la mirada hacia el fondo. Aunque las caras muestran sonrisas, el bar está prácticamente vacío, lo que, junto al uso de tonos oscuros y apagados, crea un clima emocional pesaroso, decaído, en contraste con los colores más claros del primer plano que atraen al espectador hacia los personajes. Al hacer uso de esta clase de distorsiones, Sáenz-Diez pareciera crear una metáfora dentro de otra. Así, en obras como El Ángel, el recurso del ángel teniendo sexo con una prostituta, junto a las luces de discoteca de fondo en tonos azules y blancos, robustecen la fusión de lo espiritual con lo carnal, conduciéndonos a pensar en la forma en que lo sagrado y lo terrenal, pueden interactuar, fusionarse, en el mismo tiempo y espacio, sin ninguna clase de jerarquías o asimetrías. Asimismo, obras como Tauro 80 o Roberto y Esperanza parecen suceder en el mismo universo que El Ángel, lo que sugiere que todos estos momentos perfectamente podrían estar conectados, como partes de un todo que trasciende el tiempo y el espacio, revelando la intemporalidad característica de las alegorías.
Gabana
44x40 cm.
2009
El Ángel
Acrilico sobre tela
192x112 cm.
1990
Tauro 80
acrílico sobre tela
40x30 cm.
2009
Roberto y Esperanza
Acrílico sobre tela
145x102 cm.
1996
Aunque las obras fueron realizadas en momentos distintos, todas tienen como denominador común el mismo contexto social y cultural, un lugar que muchos de nosotros en la actualidad conocemos solo de oídas, pero que el artista logra reconstituirnos a través de sus imágenes. Su pintura invita a imaginar ese San Antonio que la mayor parte de nosotros nunca vivimos, en igual medida que en la propia estética del artista, su uso personal de los recursos pictóricos y su capacidad para expresar emociones de manera simple y directa. Considero difícil imaginar que sus obras puedan haberse ejecutado de otra manera. A pesar de estar profundamente ancladas a las historias que se cuentan sobre el puerto, las relaciones que establecen sus personajes son fácilmente reconocibles y es sencillo identificarse con ellos. Muchas de estas escenas bien podrían ocurrir en la periferia de cualquier ciudad cosmopolita, dada su extraña contemporaneidad, alejada del naturalismo o el simple localismo que, de hecho, si no fuera por algunos títulos, muy probablemente no asociaríamos con San Antonio. En este sentido, Sáenz-Diez puede considerarse expresionista, aunque con una particularidad. Su pintura no es ni hipócrita ni complaciente: es agresiva, pulsional, convoca y pone en marcha pensamiento y alma por partes iguales, convierte la fiesta o el drama en algo tangible, en algo a la vez poetizado, situado y cargado de historia.
Premunido de pinceladas imprecisas, autoconscientes y llenas de posibilidades, nuestro artista no rehúye mostrar la fragmentación de una sociedad que presiente su debacle, en la atomización tan propia del siglo XXI, sino que la enfrenta con una mirada frontal y sin rodeos. El expresionismo de Sáenz-Diez, tal vez inspirado en otros artistas como Nolde, Kirchner o Max Beckmann, se distingue por su enfoque irónico y por la exaltación de elementos narrativos menos pertenecientes al entorno, que a su mundo interior y los elementos que le son propios y le son característicos. La psicología interna de sus personajes se convierte en algo objetivo, las emociones se materializan, y pasan a formar parte de la realidad misma. Su expresionismo no busca lo sublime ni lo elevado, sino que se adentra en lo humano, incluso en su miseria, para transformar lo mundano en algo mágico o sagrado. De este modo, lo popular en la pintura de Sáenz-Diez no se inscribe en una dialéctica entre lo bajo y lo alto; más bien, la trasciende. Con trazos que a veces parecen infantiles, lo popular en su obra adquiere un significado arquetípico, generando una conexión inmediata con el espectador, que ya no se ve como parte de una clase social específica, sino como un ser humano desprovisto de cualquier léxico categorial. Sus personajes marginados, aunque en un sentido estricto son el “otro”, son también seres dignificados, porque son ellos quienes determinan los límites de lo aceptable y lo inmoral, y no nosotros.
Finalmente, cuando nos enfrentamos al trabajo de Sáenz-Diez, experimentamos una mezcla de angustia, aislamiento, alegría y felicidad. Pero, por encima de cualquier otra emoción, lo que predomina es la sensación de querer estar allí, con esos personajes desarrapados, esas prostitutas, esas bailarinas, o ese hombre que podría ser un poeta, un actor o un pintor, con quien compartir una conversación o simplemente una noche de juerga. Las pinturas de Sáenz-Diez nos invitan a una experiencia visceral, donde lo extraño, lo alienado y lo desconocido se presentan como algo atractivo, lleno de morbo y curiosidad. Lo que sus obras nos transmiten, más allá de las historias que narran, es la posibilidad de mirarnos a nosotros mismos, tanto en lo que deseamos ser como en lo que no. La deformación de la figura humana, la indeterminación de sus formas y el uso del pincel para expresar sensaciones de manera casi abstracta responden a un único desafío, a saber, ¿cómo se puede pintar un sentimiento? Su pintura, impregnada de una impersonalidad casi forzada, es, en realidad, una manifestación de una parte muy profunda de su ser, de un tumulto mental y emocional que necesita ser puesto afuera. Su desinterés por la realidad, llevado al extremo en muchos aspectos de su pintura, se convierte, paradojalmente, en un vehículo para que el espectador se involucre de manera activa, participando en el proceso de interpretación, con muy poco dejado para el artista y mucho que ofrecer para quien observa.